Francia da la espalda a la realidad
The Economist se burlaba, a fines de marzo, de “la más frívola de las campañas electorales” y parodiaba en su portada el Desayuno en la hierba
de Manet, al mostrar a Sarkozy y Hollande coqueteando en una pradera,
vestidos de oscuro, con una bella joven desnuda. Tanto la izquierda como
la derecha se indignaron con los anglosajones. Sarkozy criticó al Financial Times
y el equipo de Hollande negó a los ultraliberales el derecho a insultar
al pueblo francés. Pero, por desgracia para nuestros virtuosos
candidatos, ese sentimiento de inutilidad está también extendido en la
propia Francia: los votantes consideran que se trata de una campaña de
lo más aburrida y la abstención puede alcanzar cifras sin precedentes.
No hace ninguna falta ser fanáticamente liberal para constatar, como el
arzobispo de París, André Vingt-trois, que “en el fondo, las cuestiones
que abordan los candidatos son solo francofrancesas y clientelistas” (Le Monde,
8-9 de abril). Sí, se da la espalda a la realidad. Pero ¿a qué
realidad? La campaña presidencial francesa se desarrolla a puerta
cerrada. Y los candidatos, pequeños y grandes, con toda su rivalidad, se
ponen de acuerdo para no traspasar los límites de esa puerta.
Si alguno habla de lo que ocurre fuera de las fronteras es para mejor
vender su desglobalización sin concepto. Hasta los europeistas
convencidos, de cualquier ideología, tratan de aguar su fervor y su
audacia. Los temas de la Europa colador, burocrática y entregada a una
austeridad empobrecedora, tienen éxito: los consejeros de nuestros
príncipes se consideran autorizados por un cuerpo electoral
supuestamente esquivo y hostil. No cabe duda de que la precariedad del
poder adquisitivo, el aumento del paro, las deslocalizaciones de las
herramientas de producción y la inseguridad son asuntos que inquietan,
pero ¿de dónde surge la descabellada idea de hablar de estos problemas
tan importantes como si los países vecinos y los demás continentes, hoy
tan próximos, no existieran (a excepción de una Alemania que unas veces
es maravillosa y otras veces es el hombre del saco)? Francia, quinta
economía mundial, segunda de Europa, parece tan dispuesta a inventar el
“capitalismo en un solo país” como los estalinistas, en su tiempo, a
fantasear con la idea de la fortaleza socialista asediada, con puertas y
ventanas cerradas
No somos más que sesenta y tantos millones de habitantes, en medio de
los que pronto serán siete mil millones de seres humanos en plena
mutación, siete mil millones que interfieren, se quiera o no, por las
buenas o por las malas, en nuestra existencia. Seguí las primarias
socialistas con gran atención y un asombro creciente. En tres sesiones
televisadas de hora y media, ninguno de los candidatos se atrevió a
hacer la menor reflexión sobre lo que ha dado en llamarse la “política
exterior”. Algo que habría sido lógico en la logorrea de los líderes de
extrema izquierda y extrema derecha, apóstoles de un proteccionismo de
hierro y promotores de una nación solitaria y congelada, resultaba
sorprendente en quienes aspiran a ejercer la función suprema; ¿o es que
no van a viajar más que para hacer ofrendas florales?
Con una complicidad extraña y clandestina, los grandes partidos se
ponen de acuerdo en no decir lo que piensan sobre las primaveras árabes,
sus otoños ni sus posibles veranos; se ponen de acuerdo en no hablar
jamás de Putin, su mandato vitalicio ni su emparejamiento con el PC
chino en unos niveles de corrupción inimaginables; no dicen ni una
palabra sobre Irán, su tiranía teocrática ni su bomba... Los
apasionantes peligros de la actualidad internacional no deben agitar las
aguas. Hemos conocido a un Sarkozy más locuaz, más enérgico (en
Georgia, en Libia). En su discurso de Grenoble, con sus críticas sobre
la invasión de los gitanos y otros marginados sin tierra —una falta
moral y un error estratégico—, se desliza en el jardín de Marine Le Pen.
¿Se ha olvidado de 2007 y su exigencia de una política mundial que
asegurase el respeto a los derechos humanos? Hoy, Hollande lleva la voz
cantante, y los 10 años que transcurrió en la secretaría del PS,
resolviendo querellas internas, demuestran que el mundo exterior sigue
siendo para él completamente exterior.
En un quid pro quo, la izquierda y la derecha se otorgan mutuamente
una plena y total absolución. El hecho de que Nicolas Sarkozy venda
buques de guerra y de desembarco (Mistral) al pacífico ejército ruso,
ávido de reconquistar el perímetro del imperio, no parece preocupar a
Hollande; por lo menos, no dice ni una palabra al respecto. Los
camaradas Mubarak, Ben Alí y Gbagbo siguen siendo miembros de la
Internacional Socialista hasta que caen derrocados, pero en la UMP no
sueltan prenda, sino que fingen ignorarlo. Lo que pasa más allá de
nuestro patio trasero no nos importa nada.
La función real —el supuesto dominio reservado— del presidente de la
República Francesa consiste en la gestión de los intereses y los ideales
de Francia en el mundo. Sarkozy la ha ejercido, a veces con fortuna, a
veces sin ella, a veces, perdido. ¿No ha extraído ninguna enseñanza?
¿Niguna reflexión que transmitirnos? ¿Y qué piensa de ello Hollande,
encerrado en su mutismo? Hoy, en Siria, El Asad aniquila una ciudad
detrás de otra, China y Rusia bloquean cualquier decisión de la ONU y,
mientras tanto, Teherán y Moscú proveen de armas al asesino. ¿No hay
nada que decir de este eje dañino? ¡Basta ya! El elector francés no
asume responsabilidades, está infantilizado. Dando vueltas sin parar,
deslumbrado por Bolloré, Le Fouquet’s, hasta la nausea. Mientras tanto,
la tierra sigue girando, con sus buenas y sus malas noticias.
Acurrucado en sus vergüenzas familiares, el país renuncia. Angela
Merkel, por sí sola, no va a salvar Europa, tan propensa —digna heredera
del canciller Schroeder, vendido a Gazprom— a dar prioridad a la
alianza con Rusia, su petróleo y su gas, en perjuicio de los “pequeños
europeos” del este, que el Kremlin pretende volver a colonizar. No será
Obama, por sí solo, quien resuelva los conflictos y las guerras que se
ciernen, con toda su prisa en retirarse porque cree que así minimiza los
riesgos. Y, por desgracia, no es la Francia autista que nos ofrecen la
que sabrá afrontar los peligros y las oportunidades de una sociedad
mundial intrínsecamente globalizada.
Desde el hundimiento del comunismo en el mundo, como realidad y como
aspiración, la nueva globalización lo inunda todo. Trastorna equilibrios
geopolíticos, sociales y mentales que se remontan a milenios y se
proyecta en la producción y los intercambios de miles de millones de
individuos, chinos, indios, brasileños, etcétera. Un maremoto así no
tiene nada de idílico. La explotación salvaje, el nihilismo y la
destrucción están en pleno apogeo, pero, al mismo tiempo, poblaciones
inmensas observan su situación con ojos desengañados. Se rebelan por su
supervivencia, su dignidad, su futuro. Empiezan a hacer caer a déspotas
que se creían garantes del orden mediante la fuerza de las armas, la
mentira, la prevaricación y los prejuicios étnicos y religiosos. Hasta
los faraones rojos de Pekín se preocupan, mientras que la cleptocracia
de Putin hace aguas.
Acabemos con las lamentaciones. Después de haber inventado la guerra
total y la revolución totalitaria, Europa, en la segunda mitad del siglo
pasado, elaboró con sumo cuidado el antídoto, el espíritu de una
disidencia contra las dictaduras que se extendió desde Praga (Carta 77)
hasta Pekín (Carta 08). La Unión Europea encarna ante el mundo una zona
privilegiada de democracia y prosperidad. Una prosperidad relativa y
frágil, sin duda. Una democracia que aún hay que perfeccionar, extender y
defender. No está mal como programa para el siglo actual, lejos del
decadentismo absurdo y suicida de las izquierdas y las derechas
francesas.
Abramos las ventanas, que un viento de libertad despierte las
valentías y arrastre los tabúes, ¿es que acaso Francia debe darse por
vencida y encerrarse en vida?
André Glucksmann es filósofo francés.
21 de Abril, 2012
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